'Un futuro dorado' de Emma Prieto
Llevo en la nuca
la mirada del hombre
que quise ser
Juan Bonilla
Supo que atracaría el banco en cuanto la tembladera se adueñó de su cuerpo. Y eso que hacía tiempo que su cuerpo vivía sin dueño. Un terremoto con epicentro en las mismas tripas. Un revoltijo de órganos y miembros, cabeza, brazos, piernas, hombros desmadejados. La denterosa sensación de haber estado masticando insectos durante largo tiempo. Estaba a punto de romper con todo. O puede que de recomponerlo.
Veinte años en aquel banco. Quién lo iba a imaginar. Si ya lo decía la canción Veinte años no es nada. No recuerda si bolero o tango. Qué más da. Pura literatura.
Tenía suerte de que fuera Navidad. La Navidad era la mejor época con tanta gente convenciéndose de la necesidad de ser feliz, unos días al menos. Montones y montones de gente hipnotizada y medio adormecida yendo de un lado a otro para comprar, comprar y comprar. El próximo año cenamos huevos fritos se decían sonrientes en la cola del marisco como dando a entender la sencillez con la que disfrutaban del lujo sin desearlo en realidad.
Aún tenía que decidir si lo haría él sólo o con su amigo Perocho. Su doble, no, triple, compañero: de trabajo, de ERTE y ahora de paro. Siempre es mejor no depender de nadie. Y eso que le sabe mal dejarlo en la estacada, sin repartir beneficios. La semana pasada tuvo un susto cuando le pareció verlo recogiendo un paquete en el portal de Cáritas. Claro que lo más probable es que no fuera él. Tampoco se quedó a comprobarlo.
Elegiría el 24 de diciembre. Si Dios nacía esa noche, tenía que estar de su parte. Él sabría. No le haría falta que nadie le contara. Conocería los servicios prestados, las horas de más, muchas de ellas sin cobrar, las veces que inclinó la cabeza, de acuerdo Sr Director, las que calló cuando hubo compañeros que. Y después, al llegar la pandemia, ese juego de emboscados y geles hidroalcohólicos, el cierre de sucursales con su premio de teletrabajo sin fin, los ERTES para casi toda la plantilla mientras los directivos siguieron aumentando sus altísimos sueldos. Los despidos finales.
Ese Dios niño abandonado por todos, igual que ellos, tenía que traerle suerte. Definitivamente no le diría nada a Perocho. Qué culpa tenía él de que la vida no estuviera hecha para pusilánimes. Si su amigo se negaba, su plan quedaría a la vista. Ni hablar.
Mandaría a su mujer y a los niños fuera con el pretexto del tiempo que llevaban sin ver a los abuelos Me reuniré más tarde con vosotros, les diría. Las cosas saldrían bien, tenían que salir, no decía eso el villancico, Noche de paz, noche de amor, pues ahí estaba la señal, en esa noche marcada por la esperanza. Podría hasta recuperar el amor de su mujer. Con el bolsillo repleto de billetes todo se vuelve más sencillo.
En su poder aún guardaba las llaves de la sucursal desde aquella vez que el director estuvo enfermo y le pidió el favor. Qué listo fue de hacer una copia. Conocía cómo formaban los códigos del temporizador de la caja fuerte, los entresijos del banco. Tampoco quería dar el gran golpe. Cogería el otro dinero. Lo suficiente para pasar una buena Navidad. Incluso, si tenía suerte, unas maravillosas vacaciones de verano. La paz caería sobre él gota a gota como en el famoso poema.
Vinieron madrugadas de sueños inhóspitos y salvajes insomnios aturdidos, pobladas de presencias inquietantes, extraños susurros, chasquidos misteriosos. La cabeza le zumbaba, sentía el cuerpo entumecido y crujiente, invadido por una terrible sensación de sed. Apuraba un vaso de agua tras otro como si pudiera lavar así el óxido de la vida. Nada logra detener el ritmo implacable del tiempo. La Nochebuena llegó puntual como cada año.
Eligió a la hora en la que familias se reunían para la cena y las batallas y se encaminó hasta el banco, al hombro una bolsa rígida de Mercadona y el ánimo punzante. En algún lugar se escuchó el canto de un mirlo. Tal vez eso era la Navidad: el canto de un mirlo a deshoras.
Ninguna vigilancia. Los atracos a bancos estaban tan pasados de moda como él mismo. Por una vez la suerte le fue propicia. La llave se deslizó con facilidad en la cerradura, tuvo tiempo de cortar la alarma y mientras el Adeste fidelis atronaba en el Spotify de su móvil, iba llenando la bolsa de paquetes de cien euros. Aquel verso laeti, triumphantes iba esa noche dirigido a él.
Una vez fuera, la calle se mostraba tan vacía como en los tiempos del confinamiento, pero sin ápice de aquella húmeda tristeza.
A lo lejos una pareja de indigentes esperaba para cruzar. Entre los brazos acunaban a un recién nacido. Le dolió tanto su desamparo. Hubiera querido aproximarse, ofrecerles algún tipo de consuelo, uno, dos, tres, billetes de los verdes. Lo evitó, sin embargo. Era preferible no significarse.

He publicado los libros de relatos Extravíos (Caligrama, 2017,) Escamas en la piel (Adeshoras,2018), Mecánica terrestre, (Eolas,2021) y el poemario Radiografía de ausencias (Indie,2020).
En la antología Incómodos (RELEE, 2016) se publicó mi relato "Piruletas".
La revista especializada en relato TALES publicó en su número 9 el relato "Movilidad laboral".
En su libro Herido leve (Páginas de Espuma, 2019), Eloy tizón me cita en el capítulo que dedica al "post cuento".